Abrazaba su
cartera. La llevaba colgada, cruzada y, además, abrazada. Cada tanto la abría,
la miraba, verificaba su contenido. Suspiraba, y le daba golpecitos como
diciéndole, “estás ahí, no te has ido, te estás portando bien, ya vamos a
llegar”.
Miró con
recelo a quienes iban colgados del caño del colectivo, suspiró con aire
lastimero, se sintió afortunada. Dejó cocida su mirada en el horizonte, allá
donde la pampa parece estar inmóvil, hasta que un grito la sacó de aquel
letargo, anunciándole su paradero.
Bajó a los
tropezones y con un aire altivo se sacó un par de mechones que se le venían a
la cara con el viento fresco de la mañana. Por allí pasaba yo cuando me crucé
con ella: “Usted
no sabrá de alguien por aquí que necesite una muchacha que tenga ganas de
trabajar”, me dijo, sujetando su cartera.
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