Me llamaste, dijiste si quería dar un paseo. Me asomé por la ventana y estabas sentado allá abajo, en esas escaleras de cuatro peldaños.
Te silbé, me
miraste y te grité: ¡Sube! Y tú negaste con la cabeza. Y con tus manos me
llamaste para que me lanzara desde allí. Preferías que saltara al vacío antes
de meterte de nuevo en mi laberinto.
Me puse
sobretodo y sombrero. Afuera la lluvia amenazaba. Y pensé: “ojalá llueva y
nosotros sin paraguas”. Pensé así porque prefiero eso a pensar: “¿Irá a llover?
Voy a llevar paraguas por si llueve, me pondré un impermeable. ¿Pero, y si
después no llueve? Seguramente después, nosotros por ahí, con muchas cosas de
paseo, llenos de artefactos que “cuidado se pueden olvidar” en el banco de una
plaza, en la silla de un café.” Mejor es “ojalá llueva”.
Bajé y tú te
levantaste. ¿Quieres pasear? Y sí, claro. (Fue lindo su gesto, después de
haberme separado de su vida, me vuelve a
buscar, quizás quiere encontrarse con la que era, esa que ya no soy, pero tal
vez me busca para reconocerme, y eso sería maravilloso. Agradecí que estuvieras
en mi puerta, punto.)
Toda expectativa
es una trampa, me dije. Y me impulsé a caminar sin destino, sin ni siquiera
esperar que me hablaras. (¿Te acuerdas cuando te rogaba?: “Háblame un poquito”
y tu respirabas profundo cómo preguntándote: ¿Qué le digo?) Recibí la brisa
como un regalo, me distraje con la gente que pasaba, hasta que fuimos
penetrando en las calles de los teatros. Fue ahí cuando me tomaste por la
cintura y como si fuera un baile me dirigiste a la fila que entraba a ver Los
Miserables, llevaste mi mano hasta tu bolsillo y allí pude tantear los tickets.
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