“El mar es bueno para todo”, me decía papá, sacudiendo con el dedo índice la arena de las heridas de mis rodillas, tan repetidas, tan unas sobre otras esas costras de tanto tropiezo.
Y es que, además, en el mar, mi papá me enseñó a gozar el miedo con esas olas inmensas del mar pacífico. Me miraba fijo y se reía con expectativa a ver si me sumergía o no en mitad de ese monstruo que se alzaba gigante, rugiente, fuerte
Tratar de escaparse de esas aguas cuando se alzaba una ola gigante, era inútil. El mar te chupaba, te llamaba, tenía un imán para el cuerpo. Era mejor dejarse llevar, uno podía morir de cansancio y angustia tratando de evitarlo.
Nunca volví a ver olas como esas que mi papá me enseñó a enfrentar. Ahora las recuerdo rocas, acantilados que eran furia y espuma, una coreografía infinita del agua brava.
Tal vez veía gigantes a esas olas porque yo era, literalmente, muy pequeña. Miraba que se venía una ola inmensa que pretendía arrollarme y mi papá me invitaba a meterme en ella, así, de piquero, de cabeza. No me decía nada, me miraba fijo, se reía como demostrándome que el mayor beneficio del miedo es vencerlo, vivir a fondo esa sensación de pequeñez y grandeza, sentir que me meto a la ola y que, al instante, ya no está más, porque se hizo pequeño ese monstruo, y ahora es sólo espuma que besa la arena y que llega mansa a la playa para adornar el jardín de los castillos de arena.

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