Como
las conversaciones fragmentadas que escuchaba en los cafetines de aeropuertos
y como las miradas esquivas de las salas de espera.
Apenas
dormí anoche. El devenir nocturno trajo sobresaltos y preguntas, venían rayos
que atacaban mi estómago, mi pecho, las pantorrillas. ¿Qué vamos a hacer?
Preguntó Guadalupe. Y él, como nunca antes, se encogió de hombros dejándole un
vacío donde solía habitar la certidumbre: esa ilusión de saber lo que pasará a la mañana siguiente.
Ella
creyó que, después de tanto tránsito, caería rendida en la cama, entrando en esa
nube oscura del sueño profundo. Pero no. Su mirada quedó cosida a la ventana
que daba a un cielo que se tornaba noche.
Así,
Guadalupe entró al sueño -el segundo que recordaría- caminando por una plaza
que tenía en su centro a un hombre sentado frente a su computadora. Él estaba
escribiendo un poema que se proyectaba en la pared de un edificio, a la vista de todos los
paseantes. Detrás de la silla del poeta había otros en fila.
Este poema es eterno, le decía uno que llamaba a
Guadalupe a formarse detrás. Todos pasan por aquí, escriben un buen fragmento
que continúa el otro y el otro, y el otro, sin descanso. Es un poema ilegible,
inabarcable, sólo puede contenerlo quien haya estado aquí desde el principio de
los tiempos y quien esté hasta el final de los finales. Es decir, nadie lo
puede contener. Se trata más bien de un poema que se disfruta al pasar, como las conversaciones
fragmentadas de los cafetines del aeropuerto.

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