Todavía estaba oscuro cuando Mercedes tomó un taxi rumbo al aeropuerto. Le entregó al chofer su maleta y regresó a la puerta para abrazarlo. “Cuidate mucho, te quiero inmenso”. Mercedes miró a Marco hasta que doblaron la esquina. Ella cree que él se quedó allí parado, hasta que el taxi se perdió de vista.
En el aeropuerto lo primero que hizo fue proveerse de alfajores de chocolate. Los metió en su cartera y se colocó en la cola de embarque. Allí, más adelante, estaba yo. Veía a Mercedes devorar alfajores mientras avanzaba la fila. Ella debe tener unos cuarenta años, lleva “sólo equipaje de mano”.
Mientras, yo deseaba un milagro: un puesto vacío a mi lado para hacer dormir a mi hija de un año. Mi itinerario: Buenos Aires-Lima-Caracas-Puerto Ordaz. No tenía quien me ayudara con la niña y mi travesía -de más ó menos 21 horas- apenas comenzaba.
Mercedes -supe después- iba de vuelta a casa. Mi hija y yo abordamos de primeras. Y cuando estaba a punto de agradecer el milagro del puesto vacío, llegó Mercedes y se desplomó a mi lado, como si viniera de una derrota. “Espero que tengamos un buen viaje”, le dije como disculpándome por anticipado por las gaseosas derramadas, los gritos rebeldes, el olor a caca y otros que llenan la agenda materna a bordo.
Ella respiró profundo y esbozó una sonrisa: “Viajé mucho con mi hijo pequeño, y sé que -a veces- no puedes comer ni ir al baño por veinticuatro horas o más. Es complicado viajar sola con niños”. Yo asentí agradecida. ¿Viajas hasta Lima? No -me explicó- Buenos Aires-Lima-San José-Miami-Toronto. Menos mal que vas sola, le dije. Ella se encogió de hombros y buscó otro alfajor.
Mi hija se quedó dormida en mis brazos y, en ese instante, Mercedes le dio rienda suelta a su llanto. ¿Me puedes pasar la cobija? le dije. Y ella sacó de mi mochila un polar amarillo con el que me ayudó a cubrirla.
¿Dime, qué te pasa? “Acabo de dejar a mi hijo de 16 años en Buenos Aires. Yo vivo en Toronto desde hace 22 años. Es mi único hijo y quisiera quedarme con él, pero ya no puedo, es así”.
Mercedes no me dio detalles pero había razones para salir de Argentina hace 22 años. Ella lo hizo y, digamos, que tuvo éxito. Hasta hace poco vivió en Toronto con su hijo -nacido en Canadá- y con un uruguayo, que es el dueño de su corazón y que, además, es repostero. Se trata de un hombre que le hace a Mercedes la vida -literalmente- más dulce, permitiéndole ensanchar sus caderas lo que la hace aún más hermosa, aunque ella piensa exactamente lo contrario.
¿Por qué lloras, Mercedes? Le tomé la mano para precisarla y para que dejara correr las lágrimas sin recato, total, seguramente no nos volveríamos a ver.
Él -me contó- de chico empezó a interesarse por el fútbol. Los orientadores vocacionales de la secundaria insistieron que debía escoger una carrera alternativa porque “el fútbol no es una carrera”. Este consejo “tan canadiense o tal vez -debo decir- tan poco argentino” sólo avivó sus ganas. Quiero jugar, mamá, -le decía- y mi meta es el Boca. Imagino que hay una diferencia abismal entre jugar en Boca que en cualquier equipo de soccer canadiense.
“Pues bien, ahora prefiere vivir acá, me deja junto a todo lo que he construido en Toronto para que tenga un mejor futuro. Apuesta por Buenos Aires, me dice que es la ciudad de la esperanza, de la alegría. ¿Podés creer lo que dice mi hijo?”
Pasaron con el almuerzo, mi niña seguía dormida. Mercedes me dio de comer en la boca y yo renuncié a mis horas de sueño para seguir escuchando las razones de su llanto.
El pibe zafó de la boca del cocodrilo...por ahora.
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