Martha del
Carmen vivía de la generosidad de sus tíos que le daban un hogar, a cambio de ayudar con
las tareas de la casa. Por eso con sus ocho años aún no sabía leer y por eso
espiaba a su primo Víctor, ese que le llevaba diez años de ventaja, ese que
tomaba los libros quedándose hipnotizado, como si de esas páginas salieran
voces que lo llamaban de otro sitio, lejano, distinto. “Esto debe ser mejor que
un teléfono”, se decía Martha mirando desde la puerta a su primo sumergido en
una lectura.
Víctor
dejaba temprano la mesa -pidiendo permiso- y se sentaba en un sillón, no sin
antes sacarse los lentes, los veía a tras luz, los limpiaba, los volvía a ver a
tras luz para verificar -como piloto que se prepara para un viaje- y,
finalmente, se los colocaba. Tomaba un libro, lo abría y allí se quedaba horas,
navegando hoja tras hoja.
Ella pensaba
que la manera de descifrar todos esos jeroglíficos de los libros eran los
lentes de Víctor, un hombre grande, de mundo, que iba al colegio y que, sin
duda, contaba con la más alta tecnología para enfrentar el mundo que rebelaban
las letras.
Por eso,
cuando él se levantaba, ella se apresuraba a ponerse los lentes, y trataba
rápidamente de que se le manifestara la magia de aquellas letras que apartaban
a Víctor de la mesa, mucho antes que lo demás.
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