jueves, 16 de agosto de 2012

Otra mirada




Martha del Carmen vivía de la generosidad de sus tíos  que le daban un hogar, a cambio de ayudar con las tareas de la casa. Por eso con sus ocho años aún no sabía leer y por eso espiaba a su primo Víctor, ese que le llevaba diez años de ventaja, ese que tomaba los libros quedándose hipnotizado, como si de esas páginas salieran voces que lo llamaban de otro sitio, lejano, distinto. “Esto debe ser mejor que un teléfono”, se decía Martha mirando desde la puerta a su primo sumergido en una lectura.

Víctor dejaba temprano la mesa -pidiendo permiso- y se sentaba en un sillón, no sin antes sacarse los lentes, los veía a tras luz, los limpiaba, los volvía a ver a tras luz para verificar -como piloto que se prepara para un viaje- y, finalmente, se los colocaba. Tomaba un libro, lo abría y allí se quedaba horas, navegando hoja tras hoja.

Ella pensaba que la manera de descifrar todos esos jeroglíficos de los libros eran los lentes de Víctor, un hombre grande, de mundo, que iba al colegio y que, sin duda, contaba con la más alta tecnología para enfrentar el mundo que rebelaban las letras.

Por eso, cuando él se levantaba, ella se apresuraba a ponerse los lentes, y trataba rápidamente de que se le manifestara la magia de aquellas letras que apartaban a Víctor de la mesa, mucho antes que lo demás.

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